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(Hassan Ahmar)
Bajó
los escalones de madera del porche y se detuvo a contemplar los verdes prados.
El sol de la mañana le deslumbraba. Se ajustó el sombrero de vaquero, respiró
profundamente y empezó a andar hacia la carretera que cruzaba por delante de
sus tierras, a una milla al sur de su granja aproximadamente. Vestía su ropa de
trabajo, viejas botas, pantalón vaquero de tirantes y por debajo una camiseta
blanca de algodón de manga larga. Herman era un hombre corpulento y alto, muy
curtido a sus cincuenta y tres años. Había nacido en esa granja y siempre había
trabajado la tierra, todos los días de su vida desde los doce años, excepto los
domingos, día que reservaba para ir a la iglesia por la mañana y después de la
comida del medio día para leer. Enviudó joven sin hijos y vivía con su padre,
también viudo. El sol empezaba a calentar temprano en esas fechas y si no
quería sudar la gota gorda tenía que espabilarse y hacer los recados antes de
que subiera demasiado alto en el cielo. Llegó rápidamente a la carretera y tomó
dirección este, hacia Fort Gambie, el pueblo más cercano. Tenía una hora de
camino hasta llegar allí, pero confiaba en que no tardaría en pasar algún
vecino que con su camioneta se dirigiera también al pueblo a cuidar algún
asunto. Las cosechas estaban madurando en los campos y a medida que se iba
levantando la brisa matinal empezaban a mecerse apaciblemente como un mar. Era
una imagen que le reconfortaba y le alegraba el ánimo, por eso cuando a los
pocos minutos Margaret detuvo su vehículo a su lado para ofrecerle un viaje se
encontró a Herman con una sonrisa deslumbrante.
- Vaya Herman, debes tener
buenas noticias, pareces muy feliz hoy. Sube.-
Herman abrió la pesada puerta
oxidada y se sentó en el sillón de cuero desgastado al lado de Margaret. Era
una mujer joven y hermosa. Estaba casada con Franck y tenían una buena granja
varias millas al oeste de la suya.
- Gracias, iba a recoger mi
camioneta al garaje de Mitch, el domingo pasado se rompió el cigüeñal y no
tengo herramientas para cambiarlo.-
Margaret hizo una mueca de no
entender.
- No, no es por la camioneta,
estaba admirando los prados, eso me hace feliz.-
-Ah! Si, esta época del año es
maravillosa.- respondió Margaret mientras engranaba la primera marcha y salían
traqueteando hacia el pueblo.
(Pau)
No habían recorrido muchos kilómetros cuando Herman tomó la
decisión más trascendental de su vida. En esos pocos kilómetros, herman decidió
que había llegado el momento de la batalla decisiva, aquella lid en la que se
pone todo en juego. Habia decidido florecer a los 53 años. La vida no vale nada
si no es para saber cuando ha llegado la primavera a tu flor, pensó.
"-Margaret, para el coche." "-Pero,
Herman..." "-Para ahí, pasado el puente."
Cuando besaba lócamente a Margaret, los chopos, sobre ellos,
bailaban furiósamente la música del viento entretejiéndose los unos con los
otros.
Margaret, la niña de las coletas soñadas, siempre tan cerca,
siempre tan lejos, a quien nunca pudo mirar sin un estremecimiento insistente.
El sueño de labios brillantes de mil noches de duermevela en la penumbra
de su habitación de matrimonio falaz.
Disfrutó de la plenitud del momento, sabiendo que ese
recuerdo le alimentaría el resto de sus días. Después del largo beso, se
quedaron abrazados en silencio. Herman rogó que el tiempo se detuviera en esa
burbuja del viejo Dodge. La brisa matinal arreciaba y las cosechas eran ahora
un mar embravecido.
Herman supo que su vida había valido la pena.
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