martes, 4 de febrero de 2014

Objeto perdido - Antonio

Las cajas alrededor del colchón en el suelo no podían tapar el potente sol del amanecer atravesando las cristaleras sin cortinas. El gato deambulaba como perdido entre toda la locura de bultos que era el ático de una habitación al que nos habíamos mudado. Desde la terraza se veían buena parte de los tejados del barrio, la plaza Alta a los pies y en el horizonte el mar.
Cuando vinimos a vivir al barrio de Es Cucó, el mar se podía ver desde la plaza Alta. Ahora hay dos manzanas de edificios altos delante y el mar ni siquiera se oye. Entonces casi todos los vecinos éramos de fuera. Ahora parece que incluso los que llevamos aquí media vida, seguimos siendo de fuera. Es un poco el sello del lugar, una pequeña burbuja en el mapa caprichoso de una pequeña ciudad.
Es invierno, son las ocho de la mañana, y entre el caos que es la casa, soy incapaz de encontrar la cafetera. Algunas veces bajo a tomar un café en el bar de Rafael, el Etiopia. No tengo mucho que hacer, y esa rutina temprana me activa para el resto del día. Hoy no tendré más remedio que hacerlo si quiero despertar y comenzar a organizar de alguna manera esta nueva vida.
-Hola Rafa, buenos días. ¿Qué tal?
-Buenas. Bien. Está tranquilo hoy. ¿Qué tal tu primera noche en el apartamento nuevo?
-Bien. Aún no he colocado nada, está todo tal cuál lo dejamos ayer, lleno de cajas, muebles desmontados y bolsas.
-Pues ya sabes. Si necesitas ayuda Clara y yo podemos pasar un rato por la tarde, antes de ir a buscar al niño a la piscina.
-Lo tendré en cuenta. De momento me intento hacer una composición del lugar y encontrar fuerzas para sumergirme en el caos de cosas que hay allí arriba. Lo más urgente es comprar comida para Charlie, porque no se dónde cojones dejé su bolsa de croquetas.
Rafa sigue atendiendo en la barra, va y viene, y entre vaivenes mantenemos nuestra conversación.
-En mi coche se quedó una caja llena de cachivaches. Igual está ahí.
-Seguramente. Luego me la das. ¿Por cierto, es tuya esta caja?
Saco una pequeña caja burdeos, desgastada y descolorida. La mirada de Rafa cambia y enseguida me la quita de las manos y la abre. Su cara expresa aún más sorpresa al ver que en el interior sigue estando el reloj de bolsillo cobrizo de nuestro abuelo.
-¿De dónde la has sacado? ¿Me la robaste tú?¿Sabes perfectamente que es mío?
Le entiendo. Rafa era el preferido del abuelo, a él le regaló su reloj antes de morir, y apenas un mes después Rafa creyó que lo había perdido en algún estúpido descuido.
-Estaba en una de las cajas, la única que abrí ayer. No sé si contártelo, porque a mí tampoco me gusta la respuesta. Fue la caja que me dio tu padre ayer con las fotos y recuerdos que tenía de mi padre, las que recogió en la casa vieja de la playa cuando lo encontró muerto.
Rafa aprieta el reloj como el bien más preciado que haya tenido nunca, relaja el gesto, parece que haya recuperado un miembro que le hubiesen amputado y lanza una afirmación con la que sólo puedo estar de acuerdo.
-Tu padre era un cabrón.

Rafa y yo crecimos juntos en este barrio de cemento y fronteras imaginarias con el único horizonte de la playa abierta al sur, un pueblo abierto al mundo que espera que todo llegue desde lejos. Fronteras mentales con los ojos abiertos, abrazados por el gris y vistas al mundo más allá del azul. Queríamos abarcarlo y cambiarlo todo, hasta comprender dónde llegaban nuestros brazos, nuestras ganas y diferenciar los sueños de arena entre los dedos.

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